Lo Picapedreros de Tandil
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Alrededor de 1880, el Tandil, antiguo fortín de avanzada fundado por el gobernador Martín Rodríguez en 1823, estaba transformando su aspecto aldeano.  Los campos habían sido limpiados de indios y de gauchos alzados, los títulos de propiedad estaban casi en orden, la agricultura aprendía a servir a la constante expansión ganadera que iniciaba algunos intentos de tecnificación; el telégrafo, el Banco, el Ferrocarril y las escuelas cubrían necesidades de la creciente población, que gobernaban una nueva promoción de ganaderos y los nuevos burgueses: comerciantes, agricultores y profesionales que hallaban expedito el camino al poder.  En el país se había restañado ya la sangre derramada en los campos del Paraguay.  Se alambraban las estancias, se vivía la fiebre del lanar, se construía el puerto, se federalizaba Buenos Aires y se fundaba La Plata.  La nueva ley orgánica de las Municipalidades sancionada por la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires daba intendentes elegibles a los pueblos y a su través se canalizaban los esfuerzos vecinales por alcanzar los instrumentos del progreso que alentaba la generación del 80: educación, edificios públicos, transportes, obras, pavimentos, trabajo riqueza.

Las calles de Buenos Aires habían comenzado a empedrarse.  La mayor parte de la piedra labrada –el adoquín- se traía del Uruguay, de Brasil y de Europa.

En 1883 llegó al Tandil el Ferrocarril del Sud.  Poco tiempo después se ensayaba un embarco de piedra labrada –adoquines y cordones- para Buenos Aires.  Las excelencias del material recibido y su buen precio volcó la decisión en su favor.  A partir de entonces, la piedra labrada en las sierras del Tandil, adoquines, cordones, granitullo, bloques para ornamentar los edificios, inundaría las ciudades de la joven república.

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Diego Riva

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