El Señor de Monserrate. La imagen del Señor Caído de Monserrate, obra del maestro santafereño Pedro de Lugo y Albarracín a quien el Padre Bernardino Rojas encomendó esculpir la estatua en trozos de hierro y madera, y quien muy cumplidamente la entregó. El Señor Caído permaneció inicialmente en la sacristía del templo. De donde más tarde - por causas que no se han establecido - fue trasladado al Altar Mayor que hasta entonces ocupara la morena y milagrosa Virgen de Monserrat. El cambio en nada alteró el entusiasmo en los contornos del cerro y en la propia Santa Fe, donde no escaseaban los óbolos para sostener la obra del Bachiller don Pedro Solís de Valenzuela y la del virtuoso padre Rojas.
Ellos vivieron lo necesario para contemplar el crecimiento de la fe católica en el cerro, el cual, con el correr del tiempo, en 1660, fue entregado a la sabia rectoría de los padres de la Compañía de Jesús. Por más de un siglo los Jesuitas, con el mismo amor y dinamismo de sus predecesores, celebraron misas, cantaron rosarios y animaron fiestas que habrían de arraigarse en el espíritu cristiano por largas generaciones.
Así, creciendo por sus propios medios eclesiásticos, resistiendo felizmente el embate de varios terremotos, y sirviendo de estratégico escenario a las guerras de la Independencia, el monasterio del Señor de Monserrate sorteó el largo y a veces penoso decurso de los siglos, hasta principios de 1900, la devoción popular habíase extendido a los pueblos más apartados de la capital. Y estas dimensiones de la fe determinaron que la primitiva iglesia resultara incapaz de albergar el crecido número de peregrinos que dominicalmente iban a desgranar sus plegarias a los pies de Dios. Circunstancia que indujo al entonces capellán Gregorio Nacianceno Ocampo a pedir licencia al excelentísimo arzobispo Herrera Restrepo, para levantar un templo justo al movimiento humano de la época. Efectivamente, el día de la Santa Cruz de 1915 comenzaron los trabajos que habrían de señalar otra milagrosa etapa de la existencia del Santuario.
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